miércoles, 9 de diciembre de 2009

PROFESOR


IDOIA PORTILLA

Profesora de

* Estadística
* Investigación de Mercados
* Máster en Gestión de Empresas de Comunicación
* Metodología de Investigación en Comunicación

He escogido a esta profesora porque hasta ahora es con la que más relación he podido tener. A parte, que cuando entre en la facultad ella fue quién me hizo la entrevista de acceso, asi que en cierta manera le debo un agradecimiento de que en estos momentos me encuentre estudiando en la Universidad de Navarra, la carrera de Publicidad y Relaciones Públicas.

Es Doctora en Ciencias Económicas y Empresariales y Master en Investigación de Mercados y Sistemas de Información por la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

Participa en numerosos proyectos de investigación relacionados con los adolescentes, el hogar, el consumo de medios y el efecto de Internet en otros medios.

Está integrada en el proyecto CIVERTICE sobre el uso de las pantallas por parte de niños y jóvenes, y en el estudio de la convergencia mediática junto a miembros del Laboratorio Multimedia de la Facultad de Comunicación.

Es autora del libro 'Estadística Descriptiva para Comunicadores. Aplicaciones a la Publicidad y las Relaciones Públicas' (Eunsa, Pamplona, 2004) y de diversos capítulos de libros relacionados con la medición e investigación de audiencias y el uso del tiempo por parte de ésta.

Es miembro de la Asociación Española de Estudios de Mercado, Marketing y Opinión (AEDEMO) y secretaria de su Comité de Ética desde 2007. También es miembro de ESOMAR y SIPIE, sociedades internacionales relacionadas con la investigación de mercados.

Con el objetivo abierto

¿ Carrera universitaria? ¿ ocio y tiempo libre? ¿Fotoperiodismo? Estas son algunas de las preguntas que realizamos para la entrevista los compañeros de clase.

ALEX GÓMEZ MAGALDÍ

Alex con sus particulares pestañas largas y su gran sonrisa que puede con solo mirarte alegrarte el día. Nos contó que desde pequeño le gustaba leer y escribir pero que nunca había pensado en estudiar periodismo. Es más, hasta cuarto de la ESO, pensaba estudiar física. A pesar de ello en ningun momento se arrepiente de su elección, es más le encanta su carrera. "Me gustaría o trabajar en el departamento de arte (maquetación) de un diario, o en una emisora, tanto de técnico como de locutor."


¿Por qué curso fotoperiodismo? Nunca se le había dado demasiado bien la fotografía, pero por reyes le regalaron una réflex y decidió apuntarse a fotoperiodismo con la idea de aprender trucos sobre la cámara. Tiene claro que no acabará como fotografo, ya que cree que sus fotos no son de gran calidad, pero yo en cambio creo que se subestima.




Sus aficiónes: la vela ligera, aunque aquí no pueda practicarla mucho. Y la música, generalmente rock alternativo: Oasis, Fountains of Wayne, Kings of Convenience y Los Piratas son algunos de sus grupos favoritos.



DANIEL REDÍN ORBARA


Daniel tiene 23 años y estudia 5º de Arquitectura Superior. Nunca ha tenido una influencia directa que le haya llevado a hacer esta carrera pero desde pequeño le gustaba inventar y sobre todo jugar con los LEGO, montándo y haciendo sus propias creaciones... A la hora de decidir qué estudios universitarios realizar, tuvo dudas entre Ingeniería o Arquitectura, decidiéndose por esta última. Según sus palabras " la propia carrera te va “enganchando” y apasionando cada vez más, con todas sus satisfacciones y sinsabores, hasta el punto de que no me vería haciendo ninguna otra carrera ahora." Además de la carrera esta haciendo la especialidad de Paisaje y Medio Ambiente, puesto que le parece un campo interesante donde poder trabajar.Aunque quién sabe lo que le deparará el futuro


Hace un par de años ya decidó cursar la asignatura de Fotoperiodismo. Un compañero de Arquitectura le habló de ella, y desde ese momento le atrajo, principalmente porque le parece un gran método gráfico de expresión. "No buscaba tanto la visión del fotoperiodista como tal, por ello me resulta más interesante la fotografía de espacios urbanos, paisajes..., aunque he de decir que me ha parecido un tema interesante de estudiar."



Como aficiones tiene, sobre cualquier otra cosa, todo tipo de deporte, y sobre todo el fútbol, al cuál lleva federado desde que tenía 9 años. "Me sirve para desconectar y pasar un rato divertido, pero además me ha enseñado a trabar en equipo..." Además de esto, le gusta pasar unos días en el pueblo rodeado de naturaleza, un paseo por el monte, y disfrutar de una buena compañía...



martes, 24 de noviembre de 2009

RiNcOneS de PaMpLoNa


Recorrido por Pamplona. A pesar de que la primera foto la tome por la noche, el resto de las fotos siguen en cierta medida el recorrido que hice por la ciudad en busca de sus rincones más selectos. Conozco Pamplona, pero tal vez no lo suficiente como para hacer una selectiva selección de los rincones más "glamurosos" asi que simplemente con cámara en mano me dedique a tomar fotografías de los lugares que en ese momento me llamaron la atención o expresaron a través del objetivo un sentimiento, del que no puedes evitar pasar de largo y sientes las necesidad de congelarlo; aún no siendo los más espectaculares.



La ciudadelaParque de la Taconera

Beatriz

martes, 17 de noviembre de 2009

Cuento de Navidad

Cuento de Auggie Wren

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. El trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

-Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me
fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguien- te, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

-Mañana y mañana y mañana -murmuró entre dientes-, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ese era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Navidad. Las propias palabras «cuento de Navidad» tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.



-¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado-. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

-Fue en el verano del setenta y d
os -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

»Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

»La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

»-¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

»Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

»-Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

»Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

»Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

»-Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.

»No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

»Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

»-Eso es estupendo, Robert -decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo-. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

»Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

»Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Dema- siado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

-¿Volviste alguna vez? -le pregunté.

-Una sola -contestó-. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

-Probablemente había muerto.

-Sí, probablemente.

-Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

-Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

-Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

-Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

-La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

-Todo por el arte, ¿eh, Paul?

-Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

-Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?

-Sí -dije-. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

-Eres un as, Auggie -dije-. Gracias por ayudarme.

-Siempre que quieras -contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos-. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

-Supongo que estoy en deuda contigo.

-No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

-Excepto el almuerzo.

-Eso es. Excepto el almuerzo.



Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

martes, 10 de noviembre de 2009

coMpOsiCióN

Encuadre.

Equilibrio

Sencillez




Lineas
Figura-fondo

Regla de los tercios

martes, 6 de octubre de 2009

En el Mercado

Excursión al mercado de Sto. Domingo.



El mercado es como ir de compras a tu propia casa o a la casa de los vecinos. La mayoría de los clientes junto con los vendedores se conocen de toda la vida. Existe tanta confianza que incluso seleccionan sus propios productos,



La atención es tan directa y personalizada que las prisas y los nervios de compra por la cola, desaparecen mientras entre unos y otros conversan sin ningun pudor.



Esta foto fue una instantánea muy personal. Como la tendera a pesar de conocer a la familia le ofrece de forma cariñosa una loncha de jamón cocido a la pequeña.





La venta de los producto a diferencia de en el Caprabo que los productos eran los que estaban en la nevera a disposición de los clientes. En la carniceria del mercado, el trato con los clientes es mucho más directo, tanto que los vendedores atienden a las dudas de sus compradores, he incluso le recomiendan los mejores productos segun sus necesidades.
Los productos estan expuestos a la venta en estado más fresco.

Y mientras las mujeres, en su mayoría la que realizan las compras, los maridos esperan pacientes conversando, con los del resto, que como hemos dicho antes, el mercado es un pequeño pueblo donde todo el mundo se conoce.




Dos de las imágenes que más me gustaron, que tal vez pueden ser un reflejo de los consumidores que acuden diariamente al mercado de Sto. Domingo. Un reflejo real de la vida en el mercado.





martes, 29 de septiembre de 2009

Reflejos

Los reflejos algo cotidiano que nos sigue a todos lados pero nunca notamos su compañía.




ESPEJOS. Sé que puede parecer un reflejo mítico, pero como en la práctica de los árboles, a veces en lo sencillo esta lo creativo o lo atractivo.






A veces las ideas cuanto más las busques, menos las encuentras, y cuando menos te lo esperas las bombillas se encienden y la idea surge.



Reflejo sobre la ventana del salón. Se ve reflejada a mi compañera mientras estudia y a la vez a traves de los cristales los árboles de la calle. Dando la sensación de que se encuentra inmersa en un bosque.





GOTA DE AGUA. Mientras me duchaba me percaté de que el grifo del lavabo no estaba cerrado del todo, pero si lo suficientemente abierto como para que las pequeñas gotas de agua que caían de manera intermitente me ilustrasen este pequeño reflejo. Si observamos con detalle dentro de
la pequeña gota de agua se puede ver el lavabo al completo reflejado en su interior.



CAMERINO 60`. Foto improvisada y simplemente retocada en la tonalidad de escala de grises que le he dado a mi compañera. Esta foto que en un primer momento fue tomada como una simple práctica con la cámara. Acabó por recordarme a los camerinos de las actrices de los años 60 donde se retocaban antes de la puesta en escena.





MI FACULTAD. f5OM.